
Sintió deseos de levantarse y gritar a todos los presentes, de gritar y gritar hasta que se le fuera la voz por no tener palabras para explicarse, por saber que cualquier explicación sería vana, porque no tenía fuerzas para traducir lo que sentía, solo quería hablar en ese mismo idioma y gritar. Sintió deseos de hacer y hacerse daño, de pisotear las letanías de normas con las que era juzgada ahora, de incendiar aquel lugar repleto de autonombrados, tan renombrados, e hipócritas legisladores cada uno con sus historias tan retorcidas, tan eméticas, tan ocultas. Sentada sin expresión alguna, solo pudo notarse un leve temblor en su mano derecha que yacía blanquísima sobre la izquierda y ambas sobre su regazo vestido de seda clara. Una especie de seísmo que recorriendo su cuerpo se convirtió en el suspiro de una insurrección timorata. La última exhalación antes que la buena educación tomara su cuerpo por rehén y pronunciara lo impronunciable…